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jueves, 25 de febrero de 2010

Oki

Estaba cruzando el puente cuando un perro salió de la sombra de un matorral y empezó a dar vueltas alrededor de mí, ladrando pero sin atreverse a acercarse. Era viejo, y cojeaba. "¡Vete de aquí, déjame pasar!", le ordené. Apenas oyó mi voz, vino hacia mis pies meneando la cola.

También yo lo reconocí: era el perro de Virginia. "¡Te has hecho viejo, Oki!", exclamé. Miraba a las montañas, y no parecía que transcurriera el tiempo; miraba a mi madre, o mi cara en el espejo y parecía que pasaba lentamente; pero el mensaje escrito en el perro no dejaba lugar a quimeras. El tiempo hacía daño, destrozaba la vida. Oki estaría pronto muerto. Y, a diferencia de las flores, a diferencia de los geranios de las ventanas o de la rosa de la postal, nunca resucitaría tal cual era. Seguiría habiendo perros, pero ninguno de ellos sería Oki.

El hijo del acordeonista, Bernardo Atxaga.